Catedral Santa Ana de Coro.
Hermanos sacerdotes y diáconos que en esta mañana junto con el Arzobispo son ante el Pueblo de Dios el signo más elocuente de la presencia misericordiosa de Jesús en el mundo.
Queridas religiosas, queridos seminaristas y queridos hermanos todos en el Señor.
Con alegría celebro ésta, mi primera misa crismal como Arzobispo de Santa Ana de Coro. Les saludo a todos con cariño y de manera especial a ustedes, mis queridos sacerdotes, que hoy recuerdan, igual que yo, el día de nuestra ordenación presbiteral.
Hoy, de nuevo, nos reunimos como Pueblo de Dios, a celebrar esta Misa Crismal y lo hacemos recordando al mismo tiempo la institución del sacerdocio. Como regalo de Dios para la humanidad, Jesús instituyó en la Ultima Cena, junto con la Eucaristía, el Sacerdocio y lo hizo no para vivirlo aisladamente por cada uno de los ministros, sino que lo instituyó creando un cuerpo, un colegio de sacerdotes.
También en el centro de la liturgia de esta mañana está la bendición de los santos óleos: el óleo para la unción de los catecúmenos, el de la unción de los enfermos y el crisma para los grandes sacramentos que confieren el Espíritu Santo: Confirmación, Ordenación sacerdotal y Ordenación episcopal.
La Palabra de Dios que acabamos de proclamar en nuestra asamblea nos acerca a la sinagoga de Nazaret, donde Jesús, después de desenrollar el libro del profeta Isaías, comenzó a leer: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido» (Lc 4, 18). Mientras todos lo escuchaban asombrados, se aplica a sí mismo el anuncio del profeta, concluyendo con autoridad: «Hoy se ha cumplido esta Escritura» (v. 21). Cada vez que nos reunimos para celebrar la Eucaristía, se actualiza este «hoy». Y se hace presente y eficaz el misterio de Cristo único y sumo Sacerdote de la alianza nueva y eterna.
Los saludo a cada uno de ustedes, queridos hermanos en el sacerdocio. Me alegro por celebrar con ustedes este día que nos recuerda la unción, con la que fuimos consagrados a imagen de aquel que es el consagrado del Padre; acompañados por las religiosas, los religiosos, los seminaristas y los laicos de nuestra iglesia arquidiocesana.
Quisiera, en primer lugar, que reflexionáramos un poco acerca del significado teológico, litúrgico y pastoral de los óleos que, hoy bendeciremos y consagraremos.
Tenemos en primer lugar el óleo de los catecúmenos. Benedicto XVI nos decía: “Este óleo muestra como un primer modo de ser tocados por Cristo y por su Espíritu, un toque interior con el cual el Señor atrae a las personas junto a Él. Mediante esta unción, que se recibe antes incluso del Bautismo, nuestra mirada se dirige por tanto a las personas que se ponen en camino hacia Cristo – a las personas que están buscando la fe, buscando a Dios. El óleo de los catecúmenos nos dice: no sólo los hombres buscan a Dios. Dios mismo se ha puesto a buscarnos.” (Homilía de Benedicto XVI en la Misa Crismal del año 2011)
Dios se hizo hombre, se encarnó para buscar a la humanidad, para encontrarse con el ser humano. Y lo hizo por un profundo y eterno amor. Renunció a su condición divina, nos dice el apóstol, para hacerse igual a nosotros en todo menos en el pecado. Dios sale al encuentro del hombre, de sus inquietudes, sus limitaciones, sus males, sus pecados. Y lo hace hasta el gesto extremo de ofrecerse al Padre como víctima expiatoria de nuestros pecados, para reconciliarnos con el Padre. Y Benedito XVI agregaba: “No se debe apagar en nosotros la inquietud en relación con Dios, el estar en camino hacia Él, para conocerlo mejor, para amarlo mejor. En este sentido, deberíamos permanecer siempre catecúmenos.” (Homilía de Benedicto XVI en la Misa Crismal del año 2011)
Después está el óleo de los enfermos. Tenemos ante nosotros la multitud de las personas que sufren: los hambrientos y los sedientos, las víctimas de la violencia y la delincuencia, los enfermos con todos sus dolores, sus esperanzas y desalientos, que deambulan de farmacia en farmacia buscando un medicamento que no encuentran; los perseguidos por comulgar con el mismo pensamiento e ideología: los oprimidos y las personas con el corazón desgarrado. (Cf. Homilía de Benedicto XVI en la Misa Crismal del año 2011) Ante esto recordemos al mismo Jesús en su camino doloroso al calvario que, en medio de su extremo dolor físico, se olvida de sí mismo y tiene palabras de consuelo y de amor hacia las mujeres de Jerusalén. Y recordemos que a sus discípulos les dijo: “Los envió a proclamar el reino de Dios y a curar a los enfermos” (Lc.9, 2). Nos llama para que continuemos la hermosa misión de consolar y acompañar en el dolor y en el sufrimiento a tantos hermanos que sufren. “El óleo para la Unción de los enfermos es expresión sacramental visible de esta misión. Desde los inicios maduró en la Iglesia la llamada a curar, maduró el amor cuidadoso a quien está afligido en el cuerpo y en el alma.” (Cf.Homilía de Benedicto XVI en la Misa Crismal del año 2011)
Este año de manera especial quisiera recordar a tantas madres que sufren ante la muerte de sus hijos, esposos y familiares, víctimas de la violencia que deambula impune por nuestros barrios y urbanizaciones. La violencia, los asesinatos, los robos, los secuestros, la corrupción, el hambre, la falta de medicinas cargan a nuestra sociedad con las pesadas cruces del miedo, del dolor y de la pérdida de vidas valiosas. Y nosotros estamos llamados a llevarles el consuelo en medio de su dolor.
En tercer lugar, tenemos finalmente el más noble de los óleos eclesiales, el crisma, una mezcla de aceite de oliva y de perfumes vegetales. Dice el Benedicto XVI: “Es el óleo de la unción sacerdotal y regia, unción que enlaza con las grandes tradiciones de las unciones del Antiguo Testamento. En la Iglesia, este óleo sirve sobre todo para la unción en la Confirmación y en las sagradas Órdenes. La liturgia de hoy vincula con este óleo las palabras de promesa del profeta Isaías: “Vosotros os llamaréis ‘sacerdotes del Señor’, dirán de vosotros: ‘Ministros de nuestro Dios’” (61, 6).” (Homilía de Benedicto XVI en la Misa Crismal del año 2011)
Queridos hermanos sacerdotes, la misa crismal nos invita a agradecer a Dios porque fuimos ungidos y de algún modo nos hizo más suyos. La unción es ternura de Dios; y en un mundo que necesita de Dios, la unción nos recuerda su amor y su elección Esta unción, como nos dice el Papa Francisco es “para los pobres, para los cautivos, para los oprimidos… Una imagen muy hermosa de este «ser para» del santo crisma es la del Salmo 133: “Es ungüento precioso en la cabeza, / que va bajando por la barba, / que baja por la barba de Aarón, / hasta la franja de su ornamento»”(v. 2). La imagen del ungüento que se derrama, que va bajando por la barba de Aarón hasta la franja de sus vestiduras sagradas, es imagen de la unción sacerdotal que, a través del Ungido, llega hasta los confines del universo, representado mediante las vestiduras.” (Francisco. Homilía de la Misa Cismal del año 2013)
Esta elección, nos lleva ante todo a un reconocimiento. Hoy queremos reconocer el amor de Dios, porque nos llamó, y nos hizo sus discípulos y sacerdotes para siempre. Primero por el bautismo y la confirmación, después por la ordenación sacerdotal. Cuando nos ungieron las manos con el crisma, el Obispo nos dijo: “Jesucristo, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te proteja para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio”. A partir de ese momento, el sacerdote, ungido del Señor, posee un trato íntimo con el Espíritu Santo. El Espíritu Santo nos ungió, Espíritu del Padre, enviado en nombre de su Hijo, que nos mueve a ser guías del camino de nuestro pueblo, para formar una comunidad viva, comunidad de fieles y Pueblo santo de Dios.
Por eso hoy renovamos este compromiso de unirnos íntimamente a Cristo, modelo de nuestro sacerdocio, y de ser fieles dispensadores de los misterios de Dios, discípulos misioneros, movidos por el amor a Dios y al prójimo. De este modo, los invito a agradecer nuestra vocación de sacerdotes y discípulos de este Amor, capaces de dejarnos atraer siempre, con renovado asombro por Dios, que nos amó y nos ama primero (cfr.Benedicto XVI, Aparecida, Discurso Inaugural, n 3).
A la luz del Mensaje de los Obispos en Aparecida, queremos vivir más profundamente en la arquidiócesis la vocación de discípulos como una respuesta a este llamado; sabiendo que “Es el Maestro que forma a los discípulos, los hace enamorarse de Jesús; los educa para que escuchen su palabra, para que contemplen su rostro; los configura con su humanidad bienaventurada”, la humanidad de Cristo “pobre de espíritu, afligida, mansa sedienta de justicia, misericordiosa, pura de corazón, pacífica, perseguida a causa de la justicia (Mt.5,3-10)” (Cf. Benedicto XVI, Homilía, 23.V.2007).
Como la samaritana, el ciego de nacimiento, y María, la hermana de Lázaro cada discípulo, fundamentado en la roca de la Palabra de Dios, se siente impulsado a llevar la Buena Nueva de la salvación a sus hermanos. …Cuando el discípulo está enamorado de Cristo, no puede dejar de anunciar al mundo que sólo Él nos salva (cfr. He.4,12) (cfr.ibidem).
Debemos gustar y hacer gustar la Palabra de Dios, y por esto, los invito en esta celebración de la unidad sacerdotal, como una prioridad pastoral durante este año, a intensificar el propósito de “alimentarnos con la Palabra de Dios para ser servidores de la Palabra” (NMI, 40). Invitación que hago, en primer lugar, a los sacerdotes, diáconos y seminaristas, pero, también a todo el pueblo de Dios que peregrina en esta hermosa tierra falconiana.
Necesitamos intensificar en nuestras comunidades parroquiales el camino que conduzca a un encuentro personal, cada vez mayor, con Jesucristo (D.A 289), para formar en la fe, que es luz en el camino y fuerza para ser sus testigos. Ser discípulo es un don destinado a crecer. La iniciación cristiana da la posibilidad de un aprendizaje gradual en el conocimiento, amor y seguimiento de Jesucristo.
Por eso recordemos las palabras del Papa Francisco: “Nuestra gente agradece el Evangelio predicado con unción; da las gracias cuando el Evangelio que predicamos llega a su vida diaria, cuando baja, como el ungüento de Aarón, hasta los bordes de la realidad, cuando ilumina las situaciones límite, “las periferias” donde el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que quieren saquear su fe. La gente nos da las gracias porque siente que hemos rezado con las cosas de su vida diaria, con sus penas y sus alegrías, con sus angustias y sus esperanzas.” Y sabe que hemos rumiado la Palabra de Dios.
Mis queridos sacerdotes y diáconos, quiero reafirmarles mi aprecio, amistad y fraterna comunión en este día. Como bien lo señala el Concilio Vaticano II, Ustedes son mis “próvidos cooperadores” (L.G. 28) con los cuales, en la comunión del Presbiterio, realizo mi ministerio episcopal.
“YA NO LES LLAMO SIERVOS… DESDE AHORA LES LLAMO AMIGOS” (Jn 15,15).
Como bien nos enseña el San Juan XXIII, en esto consiste nuestra vida: “es el secreto que explica nuestra existencia: la vocación, el sacerdocio, el apostolado. Jesús nos ha llamado a su entorno desde el silencio de los campos, desde los rumores mundanos de la ciudad, para revelarnos la ternura de su corazón, conducirnos por el camino de la virtud, hacernos frágiles cañas del desierto (Ez 17,34), columnas de su templo, instrumentos validísimos de su gloria”. Con esta hermosa descripción de lo que significa ser amigos del Señor, a Él unidos por la consagración sacramental, podemos encontrar todo un programa para nuestra vida sacerdotal.
Nunca tendremos las palabras apropiadas para agradecer a Dios, Nuestro Padre, por tan admirable don. Sólo podemos comprender este misterio desde su misma esencia: Dios es amor. Y ese Dios, que es Amor, nos envió a su único Hijo para que muriendo en la cruz y resucitando de entre los muertos nos redimiera del pecado y de la muerte. Y su Hijo Jesucristo nos llamó en coloquio con el Padre. Hemos sido llamados a ser como Él, a ser pastores.
Querido hermano en el sacerdocio, te invito a vivir con humildad, esta hermosa vocación como sacramento del amor de Dios Padre a todos los hombres.
QUERIDOS HIJOS QUE VIENEN DE LAS DIVERSAS COMUNIDADES PARA ACOMPAÑAR A SUS PASTORES:
Les invito a que vean en ellos el reflejo fiel de Cristo Palabra. Su ministerio de pastores, santificadores y profetas encuentra en el ministerio de la Palabra una especial manifestación del amor de Dios. No enseñan su doctrina particular, sino la Verdad que libera a la humanidad y que viene de Dios. La estudian, la asimilan, la hacen testimonio… sencillamente para darle fuerza, consuelo y esperanza a cada uno de ustedes.
¡Qué hermoso es poder comprobar cómo los quieren y les aceptan! Son hechos de barro y contienen un tesoro muy rico en las ánforas de sus existencias. Les toca también a ustedes cuidarlos, respetarlos y amarlos; pero sobre todo, recibir y poner en práctica la Palabra que ellos les enseñan y transmiten con su lengua de discípulos de Jesús. No dejen de estar en comunión con ellos: constituyen una de las mayores riquezas de esta Iglesia local. Sin ellos no podríamos seguir nuestro camino hacia la plenitud; sin ellos no podríamos santificarnos, sin ellos no podríamos conocer la Palabra que salva… Ellos son ministros, servidores de la Palabra. No los consideremos como funcionarios o gerentes de una empresa. Son, definitivamente, imagen viva del Sumo y Eterno Sacerdote que los ha configurado a Sí para que actúen en su nombre.
Espero que estas reflexiones nos ayuden a Uds. y a mí, como su Obispo, en nuestra vivencia sacerdotal. Le pido a Dios, nuestro Padre, que nos bendiga con su Gracia a fin de que cada día seamos más y más fieles al don que hemos recibido. Finalmente, ruego a María, la Inmaculada Concepción del Caroní, Estrella de la Nueva Evangelización y Patrona de nuestra Diócesis, interceda ante su Hijo Jesucristo a fin de que cada día seamos mejores pastores a su estilo.
QUERIDOS HIJOS E HIJAS,
Quisiera que como expresión de esa fe en el sacerdocio de Cristo, presente en nosotros como pueblo sacerdotal y, de manera particular en cada uno de ellos, realicen un signo, muy humano y cristiano a la vez: de pie con la mirada puesta en ellos que reflejan al Pastor Bueno y Sacerdote Eterno, le brindemos el más cálido y sonoro aplauso de reconocimiento, comunión y amor.
Que Nuestra Señora de Guadalupe, la morenita del Carrizal, patrona de esta Arquidiócesis nos ayude en nuestro caminar hacia su Hijo Jesucristo y bendiga a nuestros sacerdotes.