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Muchos de ustedes se preguntarán qué significado tiene esa insignia litúrgica llamada palio y que usan los arzobispos. Ya el Señor Nuncio lo explicó en sus palabras pero, quisiera a partir de su significado compartir con ustedes una reflexión.

Jurídicamente el palio arzobispal es el símbolo de la potestad que tienen los arzobispos en su provincia eclesiástica y los lazos de comunión con el Romano Pontífice a quien hoy, en la persona del Señor Nuncio quiero manifestarle de nuevo mi mas profunda fidelidad y cariño. Igualmente el ser confeccionado con lana de ovejas y colocarse sobre los hombros del arzobispo emula una oveja sobre los hombros del buen pastor. Pero, principalmente el palio es símbolo de la unidad que vincula a los pastores de las Iglesias particulares con el Sucesor de Pedro, Obispo de Roma. Y al respecto, el palio es también una llamada a los sacerdotes y los fieles de las distintas diócesis a consolidar cada vez más una auténtica comunión con sus pastores y entre todos los miembros de la Iglesia.

El Concilio Vaticano II nos dice: “La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, un signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano.” (LG 1) Y más adelante agrega: “Dios…constituyó la Iglesia para que sea para todos y cada uno sacramento visible de esta unidad de salvación de los hombres con Cristo.” (LG 9)

La comunión eclesial, por otra parte, es, al mismo tiempo, don de Dios y compromiso del hombre. El Dios que se auto manifiesta y se entrega al hombre, es un Dios-comunión, es el Dios Padre, Hijo y Espíritu que en la comunión de las personas, constituye la unidad más profunda de la misma y única realidad divina.

Este Dios, uno en la trinidad, que ya por la creación gratuita había hecho al hombre a su imagen y semejanza, al llamarlo a la comunidad de los salvados que es la Iglesia le hace un nuevo llamamiento y, por eso mismo, un nuevo don de la unidad en la diversidad. De ahí, que la comunión a la que está llamada y urgida la comunidad eclesial por su propia esencia, no es fruto de la propia voluntad y de las propias fuerzas. La Iglesia tiene que trabajar de forma constante e ininterrumpida para construir la comunión, siempre amenazada por el pecado de la desunión, de la confrontación violenta, de la disparidad de criterios que enfrentan a unos miembros con otros, de la emulación egoísta y vanidosa, de la prepotencia de unos frente a otros. Pero, la verdadera comunión eclesial, para que no se reduzca a una simple convivencia diplomática, buscadora de una convivencia apacible y tolerable pero superficial y de apariencias, tiene que ser entendida simultáneamente como don de Dios y tarea del hombre: es un caso más de la sinergia Dios-hombre, expresión, en definitiva, de la misteriosa coexistencia de un Dios que no quiere anular al hombre haciendo de él una marioneta, y de un hombre que siente que sin Dios no es nada, pero que, con no poca frecuencia, en su autonomía pretende auto bastarse en todos los órdenes del ser, prescindiendo de Dios e incluso luchando contra Él o negándolo. La actitud de los constructores de la torre de Babel (cf. Gen 11,4) es paradigmática de la actitud autosuficiente y desafiante del hombre frente a Dios y de su capacidad de desunión y alejamiento de unos con otros.

Esta comunión eclesial es, pues, fruto conjunto de un Dios-comunión que se entrega al hombre pidiéndole realizar esa comunión en la historia, y del trabajo y esfuerzo del hombre que siente dentro de sí una irresistible fuerza centrífuga que le inclina a la separación y confrontación constante con sus semejantes: “no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco” (cf. Rom7, 15-24).

El papa San Juan Pablo II no ha dudado en afirmar que «creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad». Efectivamente, Cristo quiere que su pueblo crezca y lleve a perfección su comunión en la unidad (cf. UR 2)

Jesús vino a desandar el camino recorrido desde sus mismos orígenes por el hombre: el camino del alejamiento de Dios y de los hermanos que llamamos pecado (cf. Gen 3,8-13. 23-24; 4,6-12). Al alejarse de Dios, rompió la comunión con Aquel que es el sentido último y definitivo de su existencia. Por el pecado, el hombre había roto la comunión que Dios había establecido con él desde el momento mismo de su creación. Pero Dios, en lugar de enojarse con el hombre rompiendo definitivamente su Alianza, la renovó constantemente hasta el momento en que llegó el Mediador de la Nueva y Definitiva Alianza. Entonces, por pura gracia (cf. Ef 5,1-10), Dios reconcilió al hombre consigo a pesar de la resistencia ofrecida por el propio hombre (cf. 2Cor 5,18-21),  restableciendo por medio de Cristo la paz con Dios y entre los hombres «matando en sí mismo la hostilidad» (Ef 5,16).

Este llamado de Dios a la humanidad y, especialmente a los bautizados, es al mismo tiempo un llamado a la Misión. Ya al afirmar la universalidad o catolicidad del único Pueblo de Dios como sacramento universal de salvación (LG13) el Vaticano II ha puesto de relieve implícitamente ese carácter misionero. Se puede afirmar, sin temor a equivocarse, que «el concilio Vaticano II nos ha ayudado a tener una idea clara de que misión es el verdadero nombre de la Iglesia y en cierto sentido su definición. La Iglesia llega a ser ella misma, cuando cumple su misión, su envío».

La misionariedad pertenece, pues, a la esencia más íntima y radical de la Iglesia: es constitutiva de la misma Iglesia. Una Iglesia no misionera es una realidad absolutamente impensable.

En medio de nuestra sociedad donde reina el egoísmo, la violencia, las injusticias, la vanidad, el orgullo, la prepotencia, etc. nosotros estamos llamados a ser testigos de esta vocación a la comunión frente a la exclusión aupada y propiciada por nuestro mundo.

Por eso el Papa Francisco nos invita a ser una Iglesia “en salida” con las puertas abiertas para llegar a las periferias humanas. “La Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre.” (EG. 47) Ese dinamismo misionero debe llegar a todos, sin excepciones, pero, “sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos que no tienen con qué recompensarte. (Lc.14, 14)”

Permítanme citar textualmente al Papa Francisco: “Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Repito aquí para toda la Iglesia lo que muchas veces he dicho a los sacerdotes y laicos de Buenos Aires: prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37).”

Permítanme citar la segunda lectura que hoy proclamamos de San Pablo a Timoteo y parafrasearlas para aplicarnos esa mismas palabras: “Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y  buen juicio. No tengas miedo de dar la cara por Nuestro Señor. Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según las fuerzas que Dios te dé. De este Evangelio me han nombrado heraldo, apóstol y maestro y sé de quién me he fiado y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para asegurar hasta el último día el encargo que me dio.”

Que Ntra. Sra. De Guadalupe, la primera discípula y misionera de su Hijo Jesucristo, nos acompañe en esta hermosa obra de ser testigos de su Hijo y de la comunión a que nos llama en nuestra querida Provincia de Coro.