Cada 18 de enero la Iglesia Católica celebra a Santa Margarita de Hungría, religiosa dominica a quien Pío XII llamó “mediadora de la tranquilidad y la paz”.
Margarita fue princesa de Hungría, hija del rey Bela IV y de María Láscaris -quien, por su parte, era hija del emperador de Constantinopla y ostentaba el título de princesa de Nicea-.
Una nación envuelta en el dolor
La princesa Margarita nació el 27 de enero de 1242. Solo un año antes, su nación había caído en manos de los ejércitos mongoles, lo que había traído tristeza, hambre y destrucción. En esas trágicas circunstancias, Bela y María, pidiendo por la liberación de Hungría, prometieron a Dios que si les concedía una niña, esta sería consagrada a su servicio como monja.
Poco después, se produjo la inesperada retirada de los mongoles de las tierras invadidas, tras la muerte del gran kan mongol Ogodei. Los bárbaros se replegaron hasta sus tierras de origen hasta que un nuevo líder fuera elegido.
La vocación es un don de lo alto
Cuando Margarita tenía solo tres años fue confiada a las dominicas de Veszprém. A los doce, sería trasladada al nuevo monasterio que su padre, el rey, había edificado en la pequeña isla del Danubio que está cerca de la Ciudad de Buda (Budapest). En ese monasterio la santa pasaría el resto de su corta vida. Allí profesó sus votos ante fray Humberto de Romans, maestro general de la Orden de Predicadores (dominicos) entre 1254 y 1263.
Cada vez más enamorada de su vocación y de la misión que tenía con su patria, la joven princesa se dedicó con fervor heroico a recorrer el camino de la perfección. La ascesis conventual -silencio, soledad, oración y penitencia- se fue armonizando de a pocos con su celo por la paz, su valentía natural para denunciar la injusticia y el afecto hacia sus compañeras, a las que sirvió en las labores más humildes. El claustro se había convertido en el lugar perfecto para que Margarita viva y se desviva por la tierra de sus padres. Jesús y la Virgen habrían de escuchar siempre su oración.
Cristo nos da la libertad
Margarita asumió como propia la decisión que sus padres tomaron en su nombre antes de que naciera. Llegó a serle claro, sin resquicio de duda, que si estaba en un monasterio era por amor al Señor y no para agradar a los hombres. Su permanencia allí, había dejado de ser voluntad humana y se evidenciaba como deseo divino; no era monja por la corona, lo era porque había descubierto su camino para ser feliz y agradar a Dios, su creador.
En algunas oportunidades sus padres le enviaron fastuosos regalos, los que nunca quiso para sí. Apenas podía, se deshacía de ellos donándolos para beneficio de los pobres que estaban bajo el cuidado de su monasterio. Y cuando el rey y la reina quisieron dar marcha atrás y cambiar por completo la dirección de la vida de su hija -negando la promesa hecha al Señor- y quisieron casarla; ella, con toda libertad, se negó. No cambiaría por nada lo que le llenaba el alma y le daba el mayor consuelo: rezar, contemplar a Jesús crucificado, amar cada día más la Eucaristía y gozar de los cuidados de la Virgen María.
Amar la cruz
Puede que hoy parezca incomprensible que una persona se someta a rigurosas penitencias -incluyendo cilicios- como las que puso en práctica Margarita. Este siempre será un tema difícil de abordar para las mentes modernas; en primer lugar, por la distancia en el tiempo y, segundo, por la dificultad que hoy tenemos para tolerar mínimamente lo que no nos produce agrado. No obstante, con un poco de apertura de espíritu nos es posible entender aquello que movió a Margarita a amar a Dios con tal intensidad.
La santa había logrado percibir algo que nos es casi siempre ajeno: la gravedad de nuestras faltas y pecados. Ella quiso, a través del dolor físico, acompañar al Señor en su sacrificio redentor, la cruz, asumido por amor a la humanidad: a Cristo se le ama por completo, también con el madero a cuestas.
Margarita procuró la paz para su patria desde el lugar que le tocaba: ayudando a cargar el peso de los pecados de sus compatriotas con su propio sacrificio.
Esa vida de intensidad espiritual estuvo adornada con numerosas historias de milagros y hechos portentosos obrados por la joven monja. La mayoría de ellos aparecen en la Compilación medieval de los milagros de Santa Margarita.
No solo para Hungría, sino para todo el mundo
Santa Margarita de Hungría murió con solo 28 años, el 18 de enero de 1270. Su cuerpo permaneció sepultado en el monasterio donde vivió hasta 1526. Después de diversas vicisitudes, sus reliquias fueron reubicadas en la iglesia de las clarisas de Bratislava (1618), pero fueron removidas de allí, décadas más tarde, cuando la supresión del monasterio de las clarisas fue decretada por la corona en 1782.
El proceso de canonización de la santa sufrió retrasos e interrupciones por siglos, hasta que el Venerable Papa Pío XII finalmente la canonizó el 19 de noviembre de 1943. En la homilía de la Misa de canonización, el Pontífice declaró a Santa Margarita “mediadora de la tranquilidad y la paz, fundadas en la justicia y la caridad en Cristo, no solo para su patria, sino para todo el mundo”.
Fuente: Aciprensa
18 de enero de 2024